martes, 31 de marzo de 2009

La verdadera historia de Emilio Greenberg (1/2)



A diario nos llegan a esta redacción cientos de cartas (sí, cartas de las de toda la vida, con sus sellos con la cara del rey) en las que, unas veces entre halagos y alabanzas, y otras entre insultos y amenazas, se nos conmina a que desvelemos de una vez por todas quién es Emilio Greenberg. Pues bien, con todo el rigor histórico que me permiten las circunstancias, he aquí todo lo que sé, en dos tandas, sobre el hombre al que seguimos y admiramos.


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Conocí a Emilio Greenberg hace muchos años, ya no recuerdo cuántos. Creo que fue en Londres, sí, fue en Londres, cerca del puente de Waterloo, en un bar que ya no existe, un día de lluvia. Bueno, quizás no llovía, podría simplemente haber sido uno de esos días ingleses donde el sol no se deja ver y la temperatura es la justa para no sentirse demasiado bien. Él llevaba una gabardina gris, eso sí lo recuerdo bien, una gabardina gris bastante vieja que luego le vi muchas veces, y que llegó a obsesionarme durante mucho tiempo, como si en ella se escondiese algo de aquella esencia tan particular que desprendía el propio Greenberg, de su magnetismo natural. Porque si algo producía Greenberg en sus interlocutores, era una especie de atracción inmediata, una curiosidad insaciable por saber qué había detrás de aquella sonrisa enigmática. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Decía que conocí a Greenberg un día sin luz, en un bar cerca de un puente, con su gabardina gris puesta y fumando tabaco negro en una pipa de marinero que, según me contó más tarde, le había regalado Herman Melville. Fue él quien me abordó, reconociendo mi aspecto extranjero, y enseguida se puso a hablarme de literatura, algo sobre T.S. Elliot o Young, no recuerdo bien. Luego me preguntó qué hacía allí y si pensaba quedarme mucho tiempo. Conversamos el tiempo que dura un café y se fue bajo la lluvia, dejándome una tarjeta de visita e invitándome a que le llamase algún día.


En aquella época viajaba mucho, mi trabajo me obligaba a desplazarme continuamente entre países y no volví a saber nada de Greenberg hasta pasados muchos meses, cuando ya su tarjeta de visita llevaba tiempo descansando entre un montón de papeles viejos. Lo encontré en el vestíbulo de un hotel en Amberes donde, según me contó después, su familia tenía algunos negocios. Nos reconocimos al instante, a pesar del tiempo pasado y lo casual de la situación. Fue la primera vez que comprobé la prodigiosa memoria que tenía Greenbeg para reconocer a la gente. Nunca se le olvidaba una cara ni el nombre que le seguía, siempre recordaba el momento exacto del último encuentro, la conversación mantenida, los pequeños detalles de cada escenario. Y era precisamente esta “inteligencia social”, por llamarla de algún modo, la que le hacía parecer tan cercano a sus interlocutores. Para Greenberg nada pasaba desapercibido, nadie le resultaba lo bastante vulgar para no reparar en su presencia. Contaba además con una capacidad absolutamente asombrosa para decirle a cada uno exactamente aquello que necesitaba escuchar, y no era raro observar como auténticos desconocidos acababan confesándole intimidades al poco tiempo de iniciar una conversación con él. Aquella noche, en el bar del hotel, cenamos juntos y estuvimos bebiendo vino hasta muy entrada la noche. Hablamos de la crisis, del tiempo, de la vida urbana en aquellos años, pero también de cine, de literatura, de música. Y en cada tema que tocaba, mostraba Greenberg una asombrosa mezcla entre erudición y humildad, sin nada de toda esa pedantería académica tan común entre la gente pervertida por la cultura. Cuando al día siguiente me desperté, tenía dolor de cabeza y una ligera náusea. Sólo entonces, tirado en la cama, recordé la conversación y descubrí sorprendido, que poco o nada sabía sobre la vida de Emilio Greenberg.


Desde nuestro encuentro casual en Amberes, Greenberg y yo fuimos consolidando una verdadera amistad, que se fue dibujando por muchas ciudades del mundo. Mediante una correspondencia interrumpida, alguna llamada telefónica y muchos encuentros casuales en clubes nocturnos, fui entrando en la órbita de su universo. Conocía a alguien en casi todos los lugares del planeta. Y no eran sus amistades exclusivamente de lo que entonces se daba en llamar, la “élite intelectual”. Entre los allegados de Greenberg se contaban, además de escritores, músicos y profesores, croupiers, camareros, prostitutas, oficinistas, mecánicos, vigilantes de seguridad, banqueros (a muchos de los cuales daba el trato de “primos”) e incluso algún policía. ¿De qué vivía Emilio Greenberg? ¿qué hacía viajando por el mundo? Nadie lo sabia a lo cierto. Unos decían que vendía diamantes que importaba su familia. Otros que vivía de la usura. Incluso uno, que un día le había visto dibujar un garabato en una servilleta de papel, llegó a asegurarme que era un famoso graffitero anónimo y que se dedicaba a ir pintando paredes mundo adelante, aunque de cómo se ganaba el pan no supo decirme nada. La leyenda de Greenberg se fue agrandando con los años y pienso que incluso él mismo fomentó un poco ese ambiente de ambigüedad que rodeaba su presencia. Cuando se veía obligado a hablar sobre su persona, solía usar un lenguaje ligeramente abstracto, evitaba dar nombres o fechas, y cuando se le insistía sobre la precisión de un lugar o un mes, sencillamente murmuraba un “Mmm… no lo recuerdo bien”, o alguna otra oración evasiva que, curiosamente, en sus labios no sonaba a excusa.